lunes, 17 de septiembre de 2018

Vagar.

Y aquí sigo, en el mismo desierto en el que llevo perdido años. Vagando en busca del próximo oasis lejano que perseguir y que, como tantos otros, al alcanzarlo resultará ser otra ilusión más provocada por mi desesperación de encontrarme.

No recuerdo ya cuantas veces me he parado a sentarme, pensar dónde estoy y a dónde me gustaría ir. No recuerdo cuantas de esas veces he aceptado este desierto, y me he quedado observando la desolación del vacío. Llegó a gustarme. Tanta tranquilidad te permite pensar mucho. No obstante, tiene un problema. Cuanto más tiempo pasa mas te afecta el calor, la sed empieza a llegar y aparecen quemaduras en la piel. Esta situación termina afectando a tu forma de pensar. Quizá tomando medidas desesperadas para salvarte, pero de seguro medidas mal pensadas.

Y a pesar de arder intensamente durante el día, las noches no podrían ser más frías.

miércoles, 12 de octubre de 2016

Y me pregunto yo...

¿Por qué mierda termino sintiéndome siempre como una?
¿Por qué sigo decepcionándome?
¿Por qué sigo permitiendo que me hagan daño?
¿Por qué me sigo engañando a mi mismo aún cuando la verdad pasa por mi mente antes de ser confirmada?

Supongo que quién es patético lo es siempre.

viernes, 20 de febrero de 2015

Ya te veo menos.

Y ya lo estoy notando...

domingo, 18 de enero de 2015

Indirectas.

Ella le mandaba indirectas.
Él las cogía al vuelo, pero se empeñaba en pensar que lo que veía no era lo que realmente pasaba. Que no hacía más que ver lo que quería ver.

Él le mandaba indirectas.
Le mandaba indirectas y se volvía loco pensando que no iban a ningún lado.
Que no había nada que hacer.

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Él le mandaba indirectas.
Ella las cogía al vuelo, pero se empeñaba en pensar que lo que veía no era lo que realmente pasaba. Que no hacía más que ver lo que quería ver.

Ella le mandaba indirectas.
Le mandaba indirectas y se volvía loca pensando que no iban a ningún lado.
Que no había nada que hacer.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Debería dejar de soñar despierto.

Deberías dejar de estar en las nubes, que siempre pasa lo mismo.
Parece que no te enteras de que al final siempre despeja el día. Las nubes desaparecen y te das cuenta de lo alto que te encuentras a la vez que coges consciencia del guarrazo que te vas a pegar.

Y caes, por supuesto que caes.
Quizá el tiempo de caída sea peor que el golpe en sí. Con esa presión en el pecho que apenas te deja respirar, el corazón acelerado y la cabeza saturada con un sólo pensamiento.

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Y a fin de cuentas no soy más que un barco pirata podrido intentando llegar a buen puerto antes de hundirme arrastrando conmigo a mis queridos compañeros, los que siempre han estado conmigo, los que soportaron rayos y vendavales e incluso intentaron repararme en la medida de lo posible. Y por supuesto, intentando salvar el tesoro que protejo en mi corazón.

miércoles, 2 de abril de 2014

Pero pase lo que pase, sigo escribiendo hasta el borde.

lunes, 14 de febrero de 2011

Carta sobre una vida.

    Mi vida se está apagando, y paso los últimos días de mi existencia sentada mirando fijamente una mecedora vacía. Puede sonar triste, puede parecer incluso que chocheo y puede que más de uno lo piense, pero mantengo mi cabeza en mis trece, hasta el punto escribir esta carta, mis pensamientos incontados que solo cuando desfallezca y las aves de rapiña que son mis hijos vengan a arrebañar con los muebles y lo que quede de esta casa, lo que quede de toda mi vida, leerá alguien.
    En ocasiones, no me conformo solo con sentarme y simplemente mirarla, sino que no puedo evitar levantarme de mi asiento, dirigirme a ella, balancearla un poco y volver de nuevo a donde estaba sentada para verla moverse, lentamente y cada vez más despacio, hasta terminar parandose del todo, momento en el que vuelvo a repetir el proceso.

    Sinceramente, no sabría explicar la expresión que se me queda en la cara... supongo que se mezclará una sonrisa nostalgica con un toque de felicidad con unos ojos tristes medio caídos, eso claro, sin contar con mi pelo canoso, mis pómulos caídos y fofos y las bolsas que permanecen incansablemente debajo de mis ojos. Y justamente es por eso por lo que no puedo dejar de mirar esa mecedora, por esa cara bobalicona que se me queda, por todo lo que significa, por todos los recuerdos, por él. Sí, por él. Esa mecedora me une a él, es era su preferida, en ella pasó media vida viendo la televisión o conversando conmigo, ya que era un gran conversador. Y por supuesto, en esa mecedora estaba cuando le dió el infarto que acabó con su vida.
    Él, que decir sobre él... Padre magnífico de mis hijos, trabajador incansable a pesar de que abusaran tantas veces de él en la mina... ¡Dichosa mina!. Estoy segura que la mayoría de sus males eran a causa de las malas condiciones de esta... Poco más y podríamos decir que sus trabajadores más que eso, eran esclavos. Ingleses de negocios sin remordimientos ni conciencia... ¡Mala saña les entre a todos!
    Siempre nos ofrecía sus mejores sonrisas en los momentos más dificiles, por supuesto, desde su mecedora. Era un hombre ahorrador, sabía siempre administrar el dinero de forma que tuviesemos para todo lo que necesitabamos y además que sobrase un poco para ahorrar. Era pulcrísimo, le encantaba tener sus zapatos limpios, decía que el estado de unos zapatos decía mucho de un hombre. Se cuidaba el pelo con miles de potingues para evitar la caída y que siempre estuviese sedoso y brillante... Lo conseguía. Y tenía su traje de los domingos, aunque no fuese un hombre de iglesia, le encantaba maquearse. Sin embargo, a medida que el tiempo pasaba, cada vez se sentía más y más debil. Aunque su sonrisa nunca se apagó y siempre supo hacer reir a sus nietos cuando venían a casa, fue dejando atrás sus grandes manías, como yo solía llamarlas. En sus últimas ya no era capaz ni de balancearse en su mecedora. En esos momentos, con la voz más triste del mundo al odiarse a sí mismo por su dependencia de los demás, me decía en voz baja: “Cariño, me harías el favor de...”. Nunca le dejé terminar la frase. Sabía que terminaría de hundir su autoestima y era lo último que necesitabamos... Además, sabía que quería, le conocía bien después de toda una vida a su lado. Entonces yo, me levantaba de la silla desde la que le observaba en silencio, con los ojos medio caídos y la sonrisa pronunciada en los labios, me acercaba a él, y tras besarle en la mejilla, le balanceaba un poco y volvía a mi asiento, repitiendo el proceso cuando se volvía a parar.

    Y por eso sigo mirando a esa mecedora incansablemente, porque cada vez que la miro, le veo allí, sentado, con su mejor sonrisa en la cara, mirandome igualmente a mi. Por eso a veces, sin escucharle, me acerco a la mecedora y la balanceo un poco, sin darle el beso en la mejilla por miedo a que se esfume y no vuelva...
   Y aunque sé que él no está ahí, que es fruto de mi imaginación mezclada con mis recuerdos, no me importa, ya que de cierta forma le sigo sintiendo cerca, sigo sintiendole feliz como un niño y sigo maravillandome de su maravillosa sonrisa, que me alegra el día incluso después de fallecer.